BAÑOS DE MONTEMAYOR

Llegamos a Baños de Montemayor con el cielo cubierto y las nubes decididas a acompañarnos todo el día. No fue una visita de postal soleada ni de paseo despreocupado: la lluvia, por momentos caía con constancia, y movernos con la silla de ruedas añadía un pequeño reto extra a cada tramo del paseo. Pero, como suele ocurrir en los mejores viajes, lo que parecía un obstáculo acabó convirtiéndose en parte del encanto.

Desde el primer momento sabíamos que en este pueblo extremeño el agua siempre ha sido protagonista. No en vano, nuestro principal punto de interés eran sus TERMAS ROMANAS, auténtico corazón del pueblo y razón de su existencia. El edificio antiguo del balneario que hoy vemos es fruto de una continua reutilización del manantial termal, y su evolución arquitectónica es una muestra más del interés que desde la antigüedad han ofrecido estas aguas.

Situado junto a la actual N-630, a su paso por el casco histórico, este edificio se alza en el trazado de la antigua Ruta de la Plata, la vía milenaria que vertebraba la península de norte a sur desde Asturica Augusta hasta Augusta Emerita. El conjunto responde a la gran ampliación realizada entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, según proyecto del arquitecto Santiago Madrigal Rodríguez. La fachada principal, de estilo ecléctico, muestra sobre la puerta principal un remate avenerado con el rótulo de "Balneario" adornado con una guirnalda. Al cuerpo central se adosan dos ampliaciones posteriores, claramente diferenciadas en sus fachadas, que reflejan la evolución arquitectónica del conjunto y todo el recinto se encuentra rodeado por un jardín cerrado, delimitado por una soberbia reja de hierro forjado cuya puerta principal conserva la inscripción de 1884, fecha que remite a una de las etapas más significativas de la historia del balneario.

Cruzar sus muros fue como viajar siglos atrás y sentir que la lluvia de fuera era solo una continuación natural de esas aguas antiguas que aún hoy dan vida al lugar en forma de nuevas piscinas termales, baños de vapor, chorros, duchas terapéuticas y cabinas de tratamientos, donde el agua es siempre la protagonista absoluta. Junto a estos espacios actuales, el balneario conserva uno de sus mayores tesoros: las Termas Romanas, así como un pequeño museo de acceso libre que atesora piezas de extraordinario valor histórico.

En primer término la Terma Romana y tras el cristal, la piscina moderna.

La EXPOSICIÓN MUSEALIZADA es un tesoro que alberga evidencias fascinantes de la era romana. En la primera sala, los visitantes se encuentran frente a la majestuosa colección de aras votivas, considerada la más grande de la península, ofreciendo una perspectiva única de la vida espiritual y cotidiana en época romana.



Monedas de época y otros valiosos hallazgos arqueológicos complementan la narrativa expositiva, revelando la importancia milenaria de las aguas termales y su culto a lo largo de los siglos.

Continuando el recorrido histórico, la segunda sala de la exposición nos guía por la evolución del balneario desde el siglo XVII hasta nuestros días.

Aquí se exhibe la aparatología empleada históricamente en las técnicas termales, como la inhalación o la pulverización, utilizada hasta bien entrado el siglo XX, testimonio de la profunda tradición balnearia de Baños de Montemayor.

Medallas obtenidas en certámenes internacionales —como la prestigiosa Exposición Universal de París de 1900— y paneles explicativos narran la historia del establecimiento y de las ilustres personalidades que pasaron por él.

El viaje culmina ante los restos arqueológicos, magníficamente conservados: piscinas, conducciones de agua y muros que parecen aún guardar el eco de conversaciones de hace dos mil años. Son las TERMAS ROMANAS, un espacio de planta circular de ocho metros de diámetro, cubierto por una bóveda semiesférica con iluminación cenital.

En su interior se abren cuatro hornacinas que albergan bañeras ovaladas talladas en granito. Parte de la estructura permanece bajo el nivel actual del suelo; en el centro se alza una cámara de ladrillo, de metro y medio de altura, que protege la pileta donde llega el agua para su posterior distribución. En la zona superior se accede a un hueco en el que se aprecia un tronco de columna con fuste y una pileta octogonal perforada por ocho pequeños orificios. Se trata de una terma de carácter terapéutico, vinculada al importante enclave romano de Cáparra.

Su origen se remonta a la época romana, cuando ya se conocían y aprovechaban las propiedades medicinales de sus aguas sulfuradas, sódicas y oligometálicas. No es casualidad: el agua brota aquí de forma constante a 43 °C, con una rica composición mineral asociada desde antiguo al alivio de dolencias reumáticas, musculares y respiratorias. Los romanos supieron reconocer su valor y dejaron una huella imborrable; el balneario actual no es sino el heredero vivo de aquella sabiduría milenaria.

Y quizá por todo ello, después de recorrer el recinto, el balneario se convierte en una especie de promesa: la de volver con más tiempo y con la certeza de que hay lugares donde el agua no incomoda, sino que cuida.




Un restaurante cercano nos ofreció un refugio cálido frente al gris del día, así como un merecido descanso para comer en el pueblo, donde recuperamos energías y confirmamos que viajar también es sentarse a la mesa y saborear el lugar.


El tiempo parecía concedernos por fin una tregua, así que decidimos retomar el paseo y continuar descubriendo Baños de Montemayor, dejándonos llevar de nuevo por sus calles y por la calma que envolvía al pueblo. Así fuimos avanzando hasta encontrarnos con el MILIARIO AL PEREGRINO, una columna de piedra moderna pero cargada de simbolismo. Los antiguos miliarios marcaban distancias en la calzada romana; este, en cambio, mide anhelos. Recuerda al caminante contemporáneo que Baños de Montemayor sigue siendo paso y descanso dentro en la eterna Vía de la Plata. En su superficie se leen los símbolos del peregrino: el bordón gastado, la venera abierta como promesa y la calabaza que guarda el agua y la paciencia, mientras señala los kilómetros que aún separan al soñador de SANTIAGO DE COMPOSTELA (enlace a nuestra publicación).

El camino, viejo sabio, aún conserva cicatrices de su pasado: dos tramos de su trazado primitivo sobreviven a la salida norte y sur del pueblo, como páginas arrancadas de un libro romano que se niega a desaparecer. A su vera, alcantarillas y puentes —entre ellos el evocador puente del Cubo— sigue cumpliendo su silenciosa labor, uniendo orillas y tiempos. En la Edad Media, esta vía se transformó en senda sagrada, convirtiéndose en la ruta jacobea del Sur, por donde caminaron fe, cansancio y esperanza. Y no solo los peregrinos dejaron su huella: también los rebaños, guiados por pastores y estrellas, la recorrieron en su ir y venir, coincidiendo en gran parte con la cañada ganadera Vizana.

Apenas unos pasos más, ascendiendo con calma por la calle Mayor, el tiempo volvió a guiñarnos un ojo. Ante nosotros apareció un sobrio edificio del siglo XV, discreto por fuera pero cargado de historias: la antigua IGLESIA DE SANTA CATALINA. Donde antes se elevaban rezos y silencios, hoy resuenan voces, música y cultura, pues el templo ha sabido reinventarse como auditorio municipal. Entre sus muros se custodia además una joya para los nostálgicos del viaje lento: la exposición permanente de fotografía antigua “Miradas de Baños”, un recorrido visual por la memoria del pueblo que, por desgracia, nosotros encontramos cerrada, como un libro que promete volver a abrirse.

La puerta principal, sobria y elegante, está coronada por una pequeña Virgen tallada en piedra, que parece observar con serenidad el ir y venir de vecinos y viajeros. A ambos lados, casi como guardianes silenciosos, se distinguen los escudos del ducado de Béjar, propietario del templo durante siglos y testigo del peso histórico que tuvo este lugar. 



Adosada a su cabecera de traza plana se alza la torre campanario, de planta rectangular, firme y austera. En sus muros destaca una enigmática inscripción, un mensaje del pasado que se nos resistió a ser descifrado y que añade un punto de misterio al conjunto. Quizá no todo deba entenderse: algunos secretos, como los buenos viajes, están hechos para ser imaginados.

Continuamos nuestro paseo rumbo al BARRIO DEL CASTAÑAR, quizá uno de los rincones con más alma de Baños de Montemayor, ese lugar donde, de pronto, el mal tiempo deja de importar.

Sus calles estrechas y caprichosas, algo irregulares, se deslizan entre casas tradicionales de arquitectura entramada, levantadas con madera de castaño, adobe y rematadas con tejas de barro. Fachadas pensadas para resistir la lluvia y los inviernos, pero también para contar historias. Aquí todo conserva el sabor auténtico de la arquitectura popular, esa que no presume, pero enamora.

Este barrio guarda además una de las tradiciones más queridas y vivas del pueblo: la cestería del castaño. Un oficio paciente, heredado de generación en generación, donde las manos hablan el lenguaje del bosque. Cada año, esta herencia se celebra durante la Ruta de los Cesteros, dentro del marco del Otoño Mágico en el Valle del Ambroz, cuando el pueblo se llena de fibras, recuerdos y saber antiguo.

Entre estas construcciones se esconde una de las paradas más interesantes del recorrido: el CENTRO DE INTERPRETACIÓN DE LA VÍA DE LA PLATA, y ALBERGUE DE PEREGRINOS. Allí pudimos sumergirnos en una exposición interactiva que recorre la historia y el origen del antiguo camino romano, su transformación medieval y su papel actual como ruta cultural y jacobea. Todo explicado con rigor, sí, pero también con una cercanía que invita a aprender sin darse cuenta.

El viaje se apoya en múltiples soportes: paneles explicativos, monitores con fotografías dinámicas, la proyección de un audiovisual envolvente, cuatro pantallas interactivas para realizar una visita virtual a lo largo del camino y un puesto inmersivo donde asomarse a imágenes de 360º. Un diálogo entre pasado y presente que demuestra al turista y peregrino que, en Baños de Montemayor, el camino no solo se anda… también se siente. Aquí pudimos comprobar, de primera mano, cómo los caminantes son recibidos con una hospitalidad sincera y generosa, de esas que reconfortan y se graban en la memoria del peregrino como algo más que una simple etapa: como un hogar encontrado en mitad del viaje.

Continuamos callejeando sin prisa, dejándonos llevar por el pulso tranquilo del pueblo, hasta cruzar la Plaza de Pizarro, un espacio que ha sido durante siglos escenario de la vida cotidiana y festiva de Baños de Montemayor. Aquí, el suelo parece guardar ecos de aplausos, música y voces antiguas. En su origen, una parte de la plaza contaba con soportales, refugio del sol y de la lluvia, y era el lugar donde se celebraban corridas de toros y capeas durante las fiestas patronales de San Ramón. Con la remodelación de 1966, el espacio cambió de piel. Fue entonces cuando se levantó la fuente ornamental que hoy preside la plaza.

Así alcanzamos la CASCADA DEL RÍO DE LA GARGANTA, donde la lluvia reciente había despertado al río de su letargo, y el agua descendía con fuerza, libre y sonora, regalándonos un espectáculo natural vibrante justo antes de desaparecer, casi en secreto, bajo el entramado urbano. Pero este cauce no siempre fue solo belleza. En otros tiempos, sus aguas tuvieron un papel esencial: impulsar los molinos que salpicaban el municipio, auténticos motores de la vida cotidiana.

Cada plaza y cada calle aportaban una escena distinta, una fotografía marcada por el brillo del suelo mojado y el olor a tierra húmeda. En esta, el AYUNTAMIENTO, de líneas clásicas y presencia discreta, en silencio la vida cotidiana, el ir y venir de vecinos y viajeros, como quien conoce bien el ritmo del lugar.

Frente a este, la CASA DE GASPAR FLORES, edificio histórico ligado a uno de los personajes ilustres de la localidad (conocido por ser el padre de Santa Rosa de Lima), nos recordó que Baños de Montemayor trasciende sus famosas aguas es también cuna de historias humanas que viajaron lejos, cruzaron océanos y dejaron huella en la memoria universal.

La IGLESIA DE SANTA MARÍA DE LA ASUNCIÓN, levantada entre los siglos XVI y XVII, puso el broche monumental a nuestro recorrido por Baños de Montemayor. Tras callejear entre historia y lluvia, su silueta se impone con la serenidad de quien sabe cerrar un viaje con solemnidad. En el exterior, la mirada se eleva inevitablemente hacia el curioso remate de la torre, formado por cuatro pirámides herrerianas. Un detalle singular que distingue al templo y lo convierte en un hito inconfundible del paisaje urbano.

Merece una pausa detenida la portada norte, auténtica joya decorativa, donde un relieve en mármol del emblema mariano —un jarrón con lirios, símbolo de pureza— se acompaña de floreros a ambos lados. Coronando el conjunto, medallones dedicados a San Pedro y San Pablo dialogan con un delicado relieve de la Asunción de la Virgen, completando una composición llena de equilibrio y simbolismo. En el interior, el templo guarda dos tesoros que justifican la visita: un retablo de estilo barroco clasicista, obra del escultor Diego de Salcedo en 1612, que combina solemnidad y elegancia, y un órgano del siglo XVIII con caja barroca, cuya presencia parece aún dispuesta a llenar el espacio de música y eco.

Así, entre piedra, arte y silencio, Baños de Montemayor nos enseñó que en los viajes la lluvia no siempre estropea los planes y que, a veces, los días menos apacibles son los que dejan el recuerdo más cálido.

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